Desde que F. Froebel definiera al juego como el “método” para
enseñar a niños
pequeños, todos los libros de pedagogía o didáctica destinados a
la educación
inicial lo abordan como su principal ocupación, el modo en que
se construye
el conocimiento y el eje sobre el que deben pensarse las
prácticas de calidad. Ahora
bien, estas ideas no necesariamente quedan expresadas en el modo
en que se diseñan
las prácticas o en el tiempo que se le dedica al juego en la
vida escolar. Diversas investigaciones
muestran que jugar representa menos del 20 % del tiempo dedicado
a la
enseñanza y de este porcentaje, sólo el 7 % refiere a juegos
diseñados por el maestro
(Sarlé, 2006; Batiuk, 2010).
Cuando pensamos en el juego como medio para enseñar contenidos o
sostener
la atención del niño no siempre estamos imaginando enseñar
juegos que
“apasionen”, juegos que inviten a los niños a repetirlos y
amplíen su capacidad
lúdica, su repertorio de juegos; juegos en los que el dominio de
la situación no esté en
el maestro sino en los jugadores, juegos de los que se pueda
disponer y elegir cuando
se está con amigos, se necesite ocupar un tiempo inerte,
distraerse o simplemente dejar
volar la imaginación. Estos juegos son los que vale la pena
traer a la escuela. Elegirlos
supone mirar no sólo el contenido sino también el “valor” del
juego en sí.
Cada tipo de juego supone un modo de intervención específico.
Para el maestro
no resulta difícil elegir juegos, presentarlos, evaluar su
resultado. Sin embargo, intervenir
mientras los niños juegan, descubrir cuál es la mediación más
pertinente para cada
tipo de juego siempre resulta un desafío.
La mediación del maestro en el juego presenta un amplio espectro
de posibilidades
que van desde la observación atenta de los niños hasta la
participación como un
jugador más o “director” que orienta y regula el juego. En todos
los casos, el docente
necesita tomar decisiones que no interrumpan el juego pero que
lo ordenen respetando
las características que le son propias.
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